domingo, 27 de abril de 2008

Hespectador hactivo


"Además, ¿cuál era la verdadera moral de la acción? Una acción social como la de los sindicalistas se justificaba de sobra en el terreno histórico. Felices los que vivían y dormían en la historia. Una abnegación se justificaba casi siempre como una actitud de raíz religiosa. Felices los que amaban al prójimo como a sí mismos. En todos los casos Oliveira rechazaba esa salida del yo, esa invasión magnánima del redil ajeno, bumerang ontológico destinado a enriquecer en última instancia al que lo soltaba, a darle más humanidad, más santidad. Siempre se es santo a costa del otro, etc. No tenía nada que objetar a esa acción en sí, pero la apartaba desconfiado de su conducta personal. Sospechaba la traición apenas cediera a los carteles de las calles o a las actividades de carácter social; una traición vestida de trabajo satisfactorio, de alegrías cotidianas, de conciencia satisfecha, de deber cumplido. Conocía de sobra a algunos comunistas de Buenos Aires y de París, capaces de las peores vilezas pero rescatados en su propia opinión por "la lucha", por tener que levantarse a mitad de la cena para correr a una reunión o completar una tarea. En esas gentes la acción social se parecía demasiado a una coartada, como los hijos suelen ser la coartada de las madres para no hacer nada que valga la pena en esta vida, como la erudición con anteojeras sirve para no enterarse de que en la cárcel de la otra cuadra siguen gillotinando a tipos que no deberían ser guillotinados. La falsa acción era casi siempre la más espectacular, la que desencadenaba el repeto, el prestigio y las hestatuas hecuestres. Fácil de calzar como un par de zapatillas, podía incluso llegar a ser meritoria ("al fin y al cabo estaría tan bien que los argelinos se independizaran y que todos ayudáramos un poco", se decía Oliveira); la traición era de otro orden, era como siempre la renuncia al centro, la instalación en la periferia, la maravillosa alegría de la hermandad con otros hombres embarcados en la misma acción. Allí donde cierto tipo humano podía realizarse como héroe, Oliveira se sabía condenado a la peor de las comedias. Entonces valía más pecar por omisión que por comisión. Ser actor significaba renunciar a la platea, y él parecía nacido para ser espectador en fila uno. "Lo malo", se decía Oliveira, "es que además pretendo ser un espectador activo y ahí empieza la cosa".

Hespectador hactivo. Había que analizar despacio el hasunto. Por el momento ciertos cuadros, ciertas mujeres, ciertos poemas, le daban una esperanza de alcanzar alguna vez una zona desde donde le fuera posible aceptarse con menos asco y menos desconfianza que por el momento. Tenía la ventaja nada despreciable que sus peores defectos tendían a servirle en eso que no era un camino sino la búsqueda de un alto previo a todo camino. "Mi fuerza está en mi debilidad", pensó Oliveira. "Las grandes decisiones las he tomado siempre como máscaras de fuga". La mayoría de sus empresas (de sus hempresas) culminaban not with a bang but a whimper; las grandes rupturas, los bang sin vuelta eran mordiscos de rata acorralada y nada más. Lo otro giraba ceremoniosamente, resolviéndose en tiempo o en espacio o en comportamiento, sin violencia, por cansancio -como el fin de sus aventuras sentimentales- o por una lenta retirada como cuando se empieza a visitar cada vez menos a un amigo, leer cada vez menos a un poeta, ir cada vez menos a un café, dosando suavemente la nada para no lastimarse.

"A mi en realidad no me puede suceder ni medio", pensaba Oliveira. "No me va a caer jamás una maceta en el coco." ¿Por qué entonces la inquietud, si no era manida atracción de los contrarios, la nostalgia de la vocación y la acción? Un análisis de la inquietud, en la medida de lo posible, aludía siempre a una descolocación a una excentración con respecto a una especie de orden que Oliveira era incapaz de precisar. Se sabía espectador al margen del espectáculo, como estar en un teatro con los ojos vendados: a veces le llegaba el sentido segundo de alguna palabra, de alguna música, llenándolo de ansiedad porque era capaz de intuir que ahí estaba el sentido primero. En esos momentos se sabía más próximo al centro que muchos que vivían convencidos de ser el eje de la rueda, pero la suya era una proximidad inútil, un instante tantálico que ni siquiera adquiría calidad de suplicio. Alguna vez había creído en el amor como enriquecimiento, exaltación de las potencias intercesoras. Un día se dio cuenta de que sus amores eran impuros porque presuponían esa esperanza, mientras que el verdadero amante amaba sin esperar nada fuera del amor, aceptando ciegamente que el día se volviera más azul y la noche más dulce y el tranvía menos incómodo. "Hasta de la sopa hago una operación dialéctica", pensó Oliveira. De sus amantes acababa por hacer amigas, cómplices en una especial contemplación de la circunstancia. Las mujeres empezaban por adorarlo (realmente lo hadoraban), por admirarlo (una hadmiración hilimitada), después algo les hacía sospechar el vacío, se echaban atrás y él les facilitaba la fuga, les abría la puerta para que se fueran a jugar a otro lado. En dos ocasiones había estado a punto de sentir lástima y dejarles la ilusión de que lo comprendían, pero algo le decía que su lástima no era auténtica, más bien un recurso barato de su egoísmo y su pereza y sus costumbres. "La Piedad está liquidando", se decía Oliveira y las dejaba irse, se olvidaba pronto de ellas."

-Julio Cortázar-

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